Mientras íbamos de Boss para Antique, observamos en un contenedor de basura a una tortuga de peluche verde de medio metro de alto. En su cinturón, la letra «R». «R de Rafaé, para killo que la trincamos». Y eso hice, me paré. Mataca la cogió, sacó de la guantera un rollo de cinta aislante y la amarró a la antena del coche. Ahí estaba el peluche, en el techo del utilitario cogiendo toda la humedad de la noche, pero sonriendo con su antifaz de guata por el Paseo de Colón, con La Maestranza por el rabillo del ojo derecho. De esa guisa llegamos a Antique, así que dejé el coche bien lejos porque si ya es complicado que los porteros dejen entrar a los que van decentes, ya me contarán lo que dirán de quienes llevan un bicho de peluche en el techo. En el trayecto a la puerta, algo insólito, un tío de unos veintialgo estaba pegándole patadas de forma compusiva a una farola. Supongo que no le habrían dejado entrar o algo, porque le echaba una mala leche…Con el imitador barato de Van Damme en la mente entramos en Antique y, ¡horror! Allí estaba ella, Rosa, la mujer que cada vez que me ve me dice aquello de, «Hola, ¿qué pasa?», mientras sonríe pensando «Hola, ¿todavía no te ha pillado un tren so asqueroso?». A los cinco minutos estaba reprochándome cosas de los tiempos de Espinete, mientras intentaba explicarle aquello de que nuestra anterior relación me pilló en un mal momento de transición con mi ex, pero no hubo forma. Menos mal que cuando ya ella empezó a emplear palabras como «cabrón», apareció Mataca con su copa a punto de expirar y soltó un «venga que nos vamos con la tortuga a otra parte». Ella debió pensar que estábamos locos, que me había ligado a una mujer muy fea, o que me había vuelto zoofílico. Y mientras tanto, la tortuga pasando frío, ¡qué canalla!
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