El sábado, David pudo estrenar el equipo de sonido de su Golf. Para que os podáis hacer una idea, si el volumen del «loro» lo pones a la mitad y el coche lo dejas en punto muerto, empieza a andar solo a cada golpe de los dos «subwoofer» de tropecientos watios de potencia. La diferencia principal con el resto de pirados que compran un equipo de esas dimensiones es que él no lo utiliza para poner temitas de Paul Oakenfold, Chemical Brothers o algunos clásicos de The Prodigy. No. En su coche son habituales Camela, la Chiqui de Jerez o Chicharito de no sé dónde. A mí me da igual, la verdad, pero cuatro horas a la intemperie escuchando a grito pelao a todos esos destroza a cualquiera, sobre todo cuando pone a los Chichos o a los Chunguitos con el «dame la cachimba y me pongo ciego» porque, encima, a los de al lado les dio por tomar ejemplo y no vean la humareda que se formó. Como se estaba arremolinando alrededor del cochecito la crème de la crème y en diez minutos nos podían dejar en calzoncillos, mi amigo cambió de CD y de estilo de forma radical. Y no sé qué fue mejor. Con el tecno se acercó a la discoteca andante un grupito de chavales con el pelo talado por los lados, gomina a punta pala, unos chaquetones acolchados, anillos como para montar dos tiendas de bisutería y pantalones de, aproximadamente, 20 tallas más de las que les correspondían. Allí, empezaron a bailar como poseídos. Cuando apagamos para largarnos a otro sitio, empezaron a abuchearnos. Hubo, incluso, algún momento de tensión que no fue a más porque a nosotros no nos van las bullas más allá de la madrugá del Jueves Santo. La batería no aguantó tanto ritmo y hubo que empujarlo para arrancar. ¿Conclusión? Un coche es para andar y la discoteca para bailar, y más con el frío que está empezando a hacer.
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