Lo del carnaval es algo estupendo para algunos. Más que estupendo llega a convertirse en milagroso. Mi amigo Pepe llevaba sin comerse un rosco desde la época de los New Kids On The Block, y todo porque en el instituto se llevaba el flequillo engominado a lo Jordan Knight. Entre nosotros, y ahora que no nos oye, yo creo que incluso se ha vuelto virgen de no hacer nada. Mi jefe dice que esas cosas «se cierran en falso de no usarlas» en el caso de ellas, así que supongo que a nosotros nos ocurrirá algo similar. El sábado hicimos excursión nocturna a Cádiz. Todos disfrazadísimos de hippies sesenteros con pelucas a lo afro, guitarras de madera hechas con la sierra mecánica de Eliseo, pantalones naranjas acampanados y camisas enflorecidas a más no poder. A Pepe le pintamos la cara de negro, y entre eso y la peluca, le creamos un sex appeal de mil pares. O sea, él es igual de feo, o mejor dicho, tiene una cara estilo barroco, pero la caracterización a lo Hendrix lo catapultó al estrellato. O a la estrellata, mejor dicho. El amigo se llevó casi toda la noche fijándose en una chavalita que iba vestida de estrella polar, mientras hacíamos botellón por allí en medio -en un punto indeterminado de Cádiz-, antes de empezar a dar una vuelta y a hacer el payaso. Sin más preámbulos, lo digo: Pepe triunfó como un campeón (y ella también, supongo). Solo espero que el último «triunfazo» de Pepe no le pidiera el email para mandarle fotos y esas cosas porque el chaval cambia sin maquillaje. El domingo antes de venirnos se empeñó en quedar con ella por la tarde, pero lo disuadimos. «Anda tío, si ella tiene que estar reventada de tanta fiesta…», le dijimos. De momento lo hemos convencido, pero en el camino, nostálgico, cabeza en ventanilla y sol reflejado en pupilas, un SMS de ida y vuelta los llevará a verse en diez días. Y lo malo es que ya no será carnaval.
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