Quedé con Bea en la Alameda, al lado del «Bosque Animado», un bar que dicen que es de «ambiente», pero al que mí me encanta ir aunque yo no entienda nada de nada. Por el camino intenté pensar en que Bea es fea, que no me gusta nada. Fue inútil. No puedes terminar con un bombón que te recibe con esa cursilada de «¿Qué pasa, guapo?» y te da un beso en los morros. ¡Arghhh! Esto es aún más incontrolable. Nos pasamos por unos litros de cerveza para los dos. A mí me encanta la rubia y a ella también. Me llevó a su piso de estudiantes en una callecita estrecha de la Alameda. «Todos mis compañeros se han ido, así que tenemos el piso para nosotros solos. ¿Te gustan los dátiles con bacon?». A mí no me gustan esas pijadas. Yo soy más del jamón, los langostinos y los pucheros bien condimentados. «Claro, es una de mis comidas favoritas», dije, mintiendo como el berraco calentón que llevo dentro. Por la mesa de dibujo que hay en el salón, pude intuir que Bea es arquitecta, algo que me confirmó pocos minutos después mientras comíamos. El móvil no dejó de pitar. Mis amigos seguían con los sms. «Conde marika, kalzonazs.Esa ta cogío x los webos y no t suelta.Soy l negro». Nos sentamos en el sofá, dejando la mesa puesta y empezamos a hablar de las chorradas típicas. Al poco la besé. «Pensé que no lo ibas a hacer nunca», me dijo. Esas frases cursis me encantan. Me hacen sentir bien, seductor, importante, vamos. Así que acabamos en su habitación echando… a los peluches de la cama, -¡qué manía tienen algunas mujeres de poner el edredón como el Toys r’ us!-, y poniendo musiquita de «Supertramp». Mentalmente, recordé a Ortega Cano (¡…y estamos tan agustito…!). Así no hay forma de terminar, pero de la semana que viene, no pasa. Doy mi palabra de Conde Canalla.
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