Llegamos a un aparcamiento donde habría unos 15 coches de colores muy diversos. Amarillo pollo, rosa frigopie, verde pistacho… Una botellona discreta, vamos. Todos con sus respectivos “loros” a “jierro” de volumen. De repente, el Cafre me pidió que le acompañara a un callejón para conocer a la novia de un colega (una historia muy larga…). A partir de ahí, empezó “Jumanji”. El callejón era grande e iluminado, pero en él había unos 30 seres humanos semidesnudos y con unos pelajes que ni el pájaro loco después de una descarga eléctrica. Y yo, de clásico, con mi Lacoste en el pecho y mi Red Tab en el trasero. Pegaba menos que Carmen de Mairena en el Interviú. Al minuto llegó un coche blanco -tuneado hasta las manillas, por supuesto- con varios individuos en su interior. Al parecer traían “pastillas” o algo así para sus colegas en el maletero. “Claro, con la música tan alta les debía doler la cabeza…”, diría mi abuela. Escapé de allí porque dos se empezarón a poner violentos aunque, en realidad, pasé desapercibido en el tumulto porque estaban tan pendientes de la “mercancía” que podría haber desfilado Jennifer Lopez en bolas y ni se habrían coscado. ¡Ah! y de la novia de mi colega, ni rastro.
Es lo que tiene irse un viernes por la noche a la feria de Cantillana. Tocaba Merche en concierto en la caseta municipal (sí, la de “Eras tuuuuu quien me diooooo, nananino, nanino, naniiinoooo”) y, como es habitual, los civilizados oían el concierto y los otros se montaban la fiesta como podían. Prefiero no imaginar cómo acabaron los del callejoncito…
En otro orden de cosas, os recomiendo ir los domingos por la noche a Alfonso a ver bailar salsa. Aunque no tengáis ni idea de ritmo, no veas las cinturitas que se ven por allí. ¡Aaazucar!
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