Penúltimo día en Nueva York. Agosto de 2009. Detrás habían quedado San Francisco, Las Vegas, Los Angeles y Hawaii. Muchas horas de vuelo, sorpresa con la amabilidad de los estadounidenses, con su excepcional gastronomía -si buscas un poco tienen restaurantes geniales- y con la diversidad del territorio norteamericano (con permiso de México y Canadá).
Bajo el puente de Brooklyn, a orillas del Hudson y con la retina llena de recuerdos, cientos de ventanitas iluminadas te recuerdan que estás en la ciudad más espectacular y abierta del mundo. Hay urbes más grandes, sí. Hay skylines mucho más modernos y con cotas más altas en los nuevos centros de negocio del mundo oriental que son impresionantes. Kuala Lumpur, Yokohama, Dubai… pero quizás mi mente de cateto culturizada a golpe de cine de Woody Allen y de superhéroe que vuela, escala o se invisibiliza en Manhattan, me engaña y me hace sentir como en mi segunda casa.
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