Entre rebujito y rebujito, una noche me dio por plantearme -¿¡qué coño llevaba aquel rebujito!?- sobre nuestra existencia adolescente si hubieran existido Internet y los servicios que tanto usamos hoy en día. Sí, ya muchos lo han hecho, pero en mi caso particular me di cuenta de que habría destrozado mi infancia.
Para empezar, el rollito de “mamá, voy a casa de Nando a por los apuntes” se habría ido directamente al garete. “Que te los mande por correo electrónico que se tarda menos y no te enredas. Además tu padre te acaba de comprar una impresora la mar de buena”, habría respondido mi madre con total seguridad. Ídem con las pelis, cintas TDK grabadas con musiquilla, etcétera.
Tampoco podría haber empleado el socorrido “voy a ayudar a Nando a entregar invitaciones para su cumpleaños, mamá”. La solución habría sido: “crea un evento en Tuenti y así se enteran todos”.
Eso sí, mi madre se habría vuelto menos loca conmigo, ya que no paraba de preguntar cosas absurdas todo el día. Casi siempre tenían como objetivo dejar de un lado la comida, distraerla para que no me echara una bronca por alguna trastada… Cuestiones como “¿seguro que dentro de Espinete hay una mujer?” o “¿Mamá, por qué hoy no han echado la Gallina Caponata y en su lugar han puesto una peli de policías dando tiros en Madrid (Así viví el 23F desde mi mente ingenua)?” se habrían resuelto con un “Míralo en Google, enano”.
Ni que decir tiene que Los Reyes Magos, Papá Noel, El Ratón Pérez y demás no habrían durado en mi mente más de 5 minutos. Eso sí, Google habría sido menos cruel, seguro, que el hermano mayor cabrón -siempre existe- de nuestro mejor amigo que aprovechaba cuando estábamos jugando a los clics o al Tente para entrar y decir: “¡Los Reyes son los padres!” y salir corriendo descojonado…
Lo de decir “ñoco” muchas veces, que para mí siempre tenía su puntito de picardía, a pesar de su trivialidad, se habría quedado corto pronto. Pero igual que las historias amedrentadoras de abuelas y tias histéricas del tipo: “Cuidado con los mantequeros (¡qué grandes historias!)”, “Ojito con ir a la discoteca Em que el otro día le hicieron a una la ‘Sonrisa del payaso’” o “Vigila tu Coca Cola no te vayan a echar polvitos en la Disco Light” (“Ojalá” respondía siempre, en voz baja, mi amigo M, qué vicioso…menos mal que después se enderezó).
Con el tiempo aprendes que los polvitos, sean del tipo que sean, siempre los tienes que pagar, que los camellos no van por ahí regalando mercancía y que las Disco Lights, son las menos lights entre las discos.
Los trabajos en grupo del colegio habrían perdido también gran parte de su esencia: Adiós a intentar caer siempre en el grupo de la chica guapa de clase para poder decir, al menos, que habías estado en su cuarto, aunque fuera haciendo un trabajo y que habías visto parte de su ropa interior en un momento en el que la madre entró a traerle sus “trapitos” secos del tendedero y los metió en el armario. A esas edades, ver un sujetador suele ser motivo de serías disquisiciones en la soledad de tu habitación en la sobremesa.
Los MP3 habrían destrozado la mitad de mi vida. Gran parte de mi “importancia” como adolescente radicaba en tener siempre un montón de vinilos y un equipo de música cojonudo. Hoy en día todo el mundo tiene uno portátil por 30 euros. Se acabó eso de meter miedo a “S” con la sonrisa final de Vincent Price en Thriller (Michael Jackson) cuando quedábamos para escuchar música en mi casa.
Eso sí, como finiquito, decir que nunca necesité un Tuenti de ésos para congregar en mi casa a 80 personas desconocidas. Sólo había que ser amigo de M.J. para que invitara a sus amigos los “heavys”, éstos a sus amigos los “punk” y al final, ellos, a sus colegas pijos. Un vergel de culturas unidas por el alcohol. Aquel día, si hubiera existido Google, no habría tenido que llamar a mi vecina para preguntarle cómo se preparaba un cubo de agua para limpiar el suelo…
Hasta luego…
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