Excursión a Brunete, un pueblo a 20 minutos de Madrid capital donde se casaban Arantxa y Antonio, dos colegas a los que sus amigos les tenían preparada una celebración inusual. A la media hora de convite el novio estaba semidesnudo, arrinconado y pegando puñetazos a sus colegas, subido en la parte alta de un castillo hinchable que había en el jardín. Intentaba evitar que le quitaran también los calzoncillos. Lo consiguió. Cuando bajó, sus amigos le entregaron el regalo de boda: una maceta rellena de cemento en cuyo interior había un tupperware con 600 euros. Fue una boda accidentada. Al llegar a Madrid me di cuenta de que me había roto los zapatos la noche anterior, en la boda del Matres, en algún momento que no alcanzo a recordar. Tuve que buscar una zapatería tras la ceremonia para no ir cojeando al convite, y la encontré, aunque no puedo decir que fuera barata. Cien euros por unas alpargatas que en el Parque Alcosa no costarían más de 20. ¡Y encima de cordones! Con lo que los odio.
La otra boda, la que hizo sucumbir a mi zapato derecho, fue aquí en Sevilla, el viernes por la noche, sólo 24 horas antes. El amigo Matres decidió mandar a la soltería a tomar viento fresco. Todo bien, hasta que descubrimos los controles del hilo musical. El talega y la Baca (con “B”) se pusieron a poner el villancico de los Campanilleros para deleite de los que ya habían abusado del vino blanco y desconcierto de los que permanecían sobrios. Después, lo típico, todos fumando puros como si hubiéramos nacido en Cuba y el DJ intentando no caer (infructuosamente) en las típicas canciones de pachanga. Los primeros, los madrileños, de viaje a Nueva York y Cuba, los segundos, ni idea, y el Conde, de momento, a seguir currando. En fin, como siempre, abro la veda para que me recomendéis terracitas molonas.
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