La noche del Viernes Santo, después de tomar el pescaíto frito en casa de Pavel, -por lo visto su nombre significa «Pablo» en ruso, o algo así-, nos fuimos unos cuantos a tomarnos la penúltima en algún bar. Como esa noche estábamos por Dos Hermanas, pues nos decidimos a ir a Arraigo, una minidiscoteca de ésas que están ahora tan de moda, que tiene una decoración divertida, camareras guapas…y clientes a los que, de vez en cuando, les da por volar por encima de los coches.
Estábamos Rivas, Trope, Negro y quien firma en la cola esperando a que el portero nos diera paso cuando, de repente, oimos un golpe seco sobre chapa. Giramos la vista y, en frente del local, un loco más de esos que existen porque tiene que haber de todo, estaba jugando a ser Supercoco, con la mala suerte de haber elegido como pista de aterrizaje el coche de uno de los porteros. Claro, el armario empotrado vestido de negro salió como una bala y los presentes pensamos que iba a machacar al infeliz que, borrachísimo, todavía se atrevía a provocar al dueño del coche. Yo creo que el joven que hizo de Superman nunca tuvo conciencia de la paliza que le pudo propinar el portero, a él, y a los amiguillos que se arremolinaron alrededor en plan Club Megatrix. Pero el hombre actuó con calma, llamó a la Policía y sanseacabó. Una hora antes los vasos habían volado sobre las cabezas de los nazarenos que movían el cuerpo en el Sur y los de seguridad tuvieron que emplear los sprays esos que tienen mientras los de siempre le pegaban a un chaval que, quién sabe, a lo mejor estornudó para donde no debió. Una de las camareras lo dejó claro: «Estoy hasta las narices de este pueblo. Siempre igual». Una vez pasó esto, entramos y, aunque no lo creáis, me tomé unos zumos de piña porque mi padre dice que bebo mucho…¿Será verdad?
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