Como todo buen joven por estas fechas, me encuentro ante el «qué hacer en fin de año». Si hacéis memoria, seguro que el año pasado, con la carita descolgada, con la novia pasando frío y esperando el taxi con el chocolate con churros enconado en el estómago, dijisteis aquello de: «El año que viene algo más tranquilo, porque vamos…». Pues nada, han pasado ya los doce meses y ya se os ha olvidado la resaca del día siguiente, ¿a qué sí? A mí me pasa igual. Pues a Cyrano, a O.V. y al Cabrilla también, y andamos buscando un local para montar la fiesta nosotros mismos. Y todo porque el rollo de 50 euros por entrada para después tener que vestirnos de Rambo para llegar a la barra, ya no nos va. Nos negamos. Licencia de esas del ayuntamiento no tendremos, la verdad, pero tampoco creo que por meternos un puñado de amigos en un local y escuchar a la Chiqui de Jerez, a DJ Karpin y a Dartacán a las ocho de la mañana (¡qué contrastes, por Dios!) vaya a pasar algo. Además, en confianza, lo de una noche «especial» es la excusa para que los padres nos dejen llegar más tarde cuando tenemos quince años. Por lo demás, en cuanto vives tres cotillones de esos te das cuenta de que es exactamente igual que cualquier noche, pero con corbata y chaqueta y con la obligación de aguantar hasta que amanece para contarlo al día siguiente y chulearle a los amigos. El año pasado, por chulear y apurar hasta las once de la mañana, tuve que dormir en el sofá porque cuando llegué había una chica durmiendo en mi cama y, por desgracia, no era un regalo de alguien que me tenía en estima, sino una amiga borrachuza de mi hermana que había sido más inteligente y había aprovechado la compasión de mi familia. Por si fuera poco, todavía cuando lo cuentan, dicen que ella iba «alegre» y yo «borracho». En fin, os dejo que me voy a otra cena…
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