Estábamos en una caseta los de siempre. Viernes de Feria, una de la mañana. Yo, a mi bola. El Cabrilla, el Isra y el Salva, a su bola. Y el Negro, como una bola… porque se niega a adelgazar. Fue entonces cuando los cuatro chavales que acababan de entrar empezaron a montar el lío. Ahora los llaman “canis”, pero son los niñatos de siempre. Solos, sin el puño americano, sin el pitón de la moto y sin los chandals blancos que usan para todo menos para hacer deporte porque tienen los pulmones fritos de tanto canuto, no son nadie. Y por separado, menos. Hiceron un poco el payaso, la «poli» les calentó en la puerta por tontos y se fueron. Aquí se acaba el protagonismo de mi sección para los imbéciles éstos. ¿La Feria? Imaginad. De arte y compás porque yo no me peleo ni cuando juego a la “Play”. Tomé “rebujito”, “tiobujito”, “johnnie walkercito”, “ballantinito”, “ginebrita” y todos los “itos” que me pusieron por delante. Soy un tipo de costumbres. La sed es muy mala y el albero nos seca la garganta. Y luego, ¡qué guapas están las mujeres vestidas de gitana! Más todavía según va avanzando la noche. El alcohol nos hace bellos y cariñosos a todos. Eso nos unió a la Soni y a mí durante una hora. Ha sido el noviazgo más corto de toda mi vida de feriante. Nos juramos un amor eternamente efímero ante una botella de La Guita y una tapa de chocos a medio llenar. Al fondo una lona a rayas rojiblancas. “¿Quiede zé mi movio?”, me preguntó con una media lengua, mitad forzada, mitad anestesiada por la manzanilla. Es lo más romántico que he vivido desde el noviazgo de Pancho y Bea en Verano Azul. Al final la cordura imperó y no hicimos ninguna locura porque entre amigos estos rollos súbitos no son buenos, y porque el Negro terminó por cargarse la estampa gritando “Ya está aquí, ya está aquí, San Fernando con un pin”. Si es que no se pué sé tan bético, Negro.
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