El Conde ha sufrido un leve contratiempo médico que lo tendrá alejado de los terrenos de juego (esto es, discotecas, bares y garitos de dudosa reputación) durante un par de meses. De hecho, estoy escribiendo desde la cama de un hospital gracias a un portátil que me han prestado. No es nada grave pero, momentaneamente, me han prohibido el alcohol, el estrés, trasnochar… Como dice Borja de Asís, «macho, te han dado en el centro de flotación». Así es, pero este parón me ha hecho ahondar en el arte de la «borrachera psicológica», algo similar al sexo tántrico, la meditación trascendental y todas esas cosas que se hacen con la mente. Total, si Uri Geller podía doblar cucharas con su cerebro ¿por qué no voy a poder yo emborracharme con agua Bezoya, esa que entra por la boca y sale por…el mismo precio? Mi amigo Picchi es especialista en esto. Sólo le pega, a tope, al H2O (nunca ha bebido coca cola y sólo hay rumores sobre un sorbito de champán hace varios años) y se coge unas trancas psicológicas que yo creo que le dan hasta resaca. Su hígado cotiza alto. Cuando me engancharon los botes ésos que van goteando por un tubito hasta llegar a algo que se llama «vía», le pregunté a la enfermera -balbuceando porque me dieron tranquilizantes como para dormir a Dumbo- si tenían «algún suero a base de Johnnie con cola». Me dijo que no y debió pensar que yo era gilipollas, pero imaginad el efecto que tendría un pelotazo de esos. He entablado amistad con un par de enfermeras que me tratan bien. Espero convertirme pronto en el «niño bonito de la planta», una especie de calificativo que dan al enfermo que mejor se porta, que mejor huele, que más se asea y que más simpatía gasta (y al más guapo, ¡qué leches!). Creo que es lo más inteligente porque, aunque no te guste la comida del «hospi», no debes criticar a la mujer que, como te cueles, en lugar de ponerte una inyección te dará una estocada. En fin, ya os contaré la semana que viene. Vivid la noche por mí, canallitas.
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